sábado, 3 de marzo de 2012

El piano para mí es...


Mi nuevo teclado.

Mi piano. Mi música. Mi mundo. Mi me mí conmigo.

La música es una de mis pasiones.

El violín y el piano.

Pero el piano ha tenido siempre ese punto catártico que me lleva enganchando desde hace años cada vez que necesito sacar algo de mi interior. Y funciona. Me siento al piano y lloro a través de mis dedos, derramando las lágrimas en distintas armonías y  dejando que mi voz se quiebre en melodías que juegan con tesituras imposibles. Enloquezco dejando que mis dedos vayan más rápidos que mi cabeza (o simplemente de forma independiente). Sangro las heridas sobre el piano y cuando todas las teclas tienen un color púrpura, cuando hasta las teclas negras pierden su color original por uno teñido con sombras de guerra, entonces comienzo a poder respirar.

Mirar por la ventana tocando. Mirar sin ver. Viéndome a mí mismo. Con ojos abiertos pero cerrados. Concentrado. Sintiendo lo que mi corazón ha transformado en música, en un grito afinado de socorro. En un lamento escrito en Re menor.

Y enonces abro los ojos, de verdad. Levanto las manos lentamente del piano y lo cierro con delicadeza, como si se tratase de un bebé herido. Realizo un ritual. Ahí quedará una parte de mí, un tumor extraído con las entrañas. Y mi piano, mientras yo descanso agotado, será el encargado de limpiarlo todo. Se alimentará del tumor y absorberá todo su jugo, para poderme dar en la siguiente terapia un tímbre y un color en las notas cada vez más apropiado y cercano al de mi corazón.


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